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LA COLUMNA DE ALBER-VISSIÓN: «ES TODO POLÍTICA… O LA AMARGA VICTORIA DE JAMALA»

De aquí al 6 de abril de 2018 puede pasar casi todo en la turbulenta vida del eurofán medio. Es posible que Operación Triunfo vuelva a ser el modelo de selección del concursante de Televisión Española en Eurovisión, puede que Ruth Lorenzo termine de decidirse a participar de nuevo, quizás se opte por Las Bistecs, Kika Lorace o hasta Bertín Osborne feat. Arévalo. Lo único seguro es que ese día se cumplirán cincuenta años de la victoria de Massiel en el Festival.

Claro que Salomé ganó al año siguiente, y su vestido de Balenciaga y el Vivo Cantando son iconos, nuestra última corona continental, jugando en casa… Pero el La, La, La viene a ser la quintaesencia de nuestro orgullo patrio, equiparable al Mundial de Fútbol de 2010, al lejano Óscar de Garci y su ‘Volver a Empezar’, o al mismísimo Premio Nobel de Ramón y Cajal.

Aviso. Si alguien de RTVE ha llegado hasta este párrafo sin dormirse de puro sopor, recuerde usted que leyó aquí antes que en ningún lado que Massiel y el Dúo Dinámico merecen un homenaje a la altura de aquella gloriosa gesta del Royal Albert Hall de Londres. Se lo debemos.

Lo cierto es que, periódicamente, surgen pesados aguafiestas dispuestos a arruinarnos esas páginas deliciosas de nuestro pasado, atribuyendo tamaña conquista a feas artimañas políticas de la -por aquel entonces- ya caduca dictadura de Francisco Franco.  Cuando no es Cliff Richards el que reclama la victoria robada, es que José María Íñigo lo dijo en un libro… Ya ves, querid@ amig@ eurofán, la Tanqueta de Leganitos, que se batió el cobre y ganó, es cuestionada y hasta (dicen) vetada en la tele pública, y el que destapó el pastel termina comentando el Festival. Queda claro que España no sólo inventó la siesta, la paella y el gazpacho: también el Eurodrama.

Eurovisión, sociedad y política han formado siempre un tridente explosivo, y cada estornudo del viejo continente se traduce en hecatombe dentro de su más icónica manifestación cultural. Tal vez por eso, tu cuñado pone cara de asco y despacha tu ilusión anual con un “es todo política”.

¿Fue casual, acaso, que España participase en 1982 con un tango para, durante la guerra de las Malvinas, dárselas con queso a la Thatcher y al Reino Unido en el festival celebrado en Harrogate? ¿Actuó realmente la israelí Illanit con un chaleco antibalas en 1973, ante el temor a un atentado, después del terrible suceso de los Juegos Olímpicos de Munich el año anterior?

Israel se caracteriza en todo por su impronta revolucionaria. Puso el certamen patas arriba con la primera participante transexual (Dana International en 1998), mostró banderas de Siria y un inocente primer beso entre dos hombres en escena (Ping-Pong en 2001), y hasta ha bordeado la descalificación con críticas a Irán y su uso del botón nuclear (Teapacks en 2007). La israelí Nurit Hirsh fue, junto a la sueca Monica Dominique, la primera mujer en dirigir una orquesta en 1973, hecho que se repitió en 1978 y que, todavía hoy, supone una imponente conquista. (¿Alguien en la sala conoce algún caso más?).

Y digo yo. ¿Se plantearían Líbano y Marruecos concursar en 2018 si la nueva televisión pública hebrea quedase fuera de juego? No olvidemos que nuestro vecino africano solo ha participado en 1980, justo cuando Israel se ausentó al coincidir el Festival ¿casualmente? con el Día del Recuerdo del Holocausto. En plena crisis del petróleo, Turquía, otro enemigo irreconciliable, no tuvo mejor idea que concursar aquel año con Pet’r oil, cuya letra viene a decir “Oh Petróleo, mi querido petróleo, ahora dependo de ti”. Uno de mis guilty pleasures de Eurovisión.

Avances, política, Eurovisión… Desde 1993 desembarca toda la pléyade de repúblicas de las extintas Unión Soviética y Yugoslavia, que despiertan a la libertad cada una con sus problemas, filias y fobias. El tradicional y ochentero disgusto de España al no cosechar suficientes votos de sus afines italianos, franceses y portugueses, o las pataletas de los finlandeses, ninguneados reiteradamente por toda Escandinavia, eran pasado: los nuevos se disparan con bala.

Las polémicas t.A.T.u. amagan con darse un frote lésbico en escena; Serbia renuncia a participar porque los montenegrinos amañaron la selección interna común para votar en bloque a los suyos; Ucrania cuando no compite con la canción protesta de la Revolución Naranja, se viene con una drag que profiere un sonoro Russia Goodbye; eliminamos la canción georgiana porque se mete con Vladimir Putin; Armenia boicotea a última hora la edición que ha de celebrarse en Azerbaiyán, país que, por cierto, no ha vuelto a oler ni de lejos las posiciones de honor que lograba cuando repartía por ahí (impunemente) tarjetas de móvil para que les votaran…

Lo mismo que lo fue para Alemania o el Reino Unido en diversos momentos de su trayectoria eurovisiva, ganar la competición se convirtió en asunto de vida o muerte para la Madre Rusia, que lo intentó de todas las formas posibles hasta que Dima Bilan obró el milagro en 2008. Todavía hoy siguen en el empeño -digno de admirar, por otra parte-, enviando a sus máximas figuras e innovando con todos los efectos y el poderío técnico de que son capaces, mientras desafían a pabellones enteros que les abuchean sin piedad.

Algo habrán hecho los rusos para merecer semejante desconsideración por parte del eurofan, tan agradecido por otra parte, que lo mismo le pide un autógrafo a la cuarta corista de la República Checa, que se saca una foto con el Community manager de Lituania, calificados siempre de majísimos. Será por las reiteradas violaciones de los derechos humanos, asunto sobre el cual la Unión Europea de Radiodifusión (UER) pasa de puntillas, como en tantos otros casos, una flojedad que ahora pretenden cortar por lo sano de la forma más torpe posible.

Rusia intentó impedir por todos los medios que Jamala compitiera en 2016 con su canción que abiertamente denunciaba el genocidio tártaro, en medio del conflicto por la península de Crimea, sobre el que la comunidad internacional ha echado tierra de forma reiterada. No solo compitió, sino que ganó y humilló a la estrella del país rival, Sergey Lazarev, cuya cara de orto al final de la votación será recordada durante décadas.

Jamala es hoy la princesa del pueblo en Ucrania, como en su día Ruslana fue la heroína de la resistencia en la Plaza Maidan, donde estuvo concentrada cual Juana de Arco hasta que triunfó la Revolución Naranja, o como lo fue Verka cuando desafió al incómodo vecino ruso diciéndole adiós en toda su cara mientras el país se acercaba a la Unión Europea y la OTAN.

Pero como esta gente es así, la guerra de guerrillas continuó en la última edición. En una jugada maestra orquestada desde Moscú, la elección y posterior veto a la rusa Yulia Samoylova por parte de la tele ucraniana -por hacerse una gira en la zona ocupada que se consideró entrada ilegal al país, castigada con pena de cárcel, casi nada-, han terminado en una propuesta de sanción por la UER de 200.000 euros y el bloqueo de 15 millones que constaban como aval en un banco suizo. Se habla de que podrían estar ausentes hasta tres años del Festival.

¿Y Rusia? A pesar de que todo proviene de su decisión de escoger a una cantante a sabiendas de que iba a ser vetada, y a cerrarse en banda a toda salida dialogada al conflicto, de momento solo les ha caído una tibia reprimenda. Y eso que renunciaron a emitir el certamen.

“La atención se alejó de la competición y la reputación del Festival de Eurovisión se puso en peligro”, sentencia con pompa e impostada solemnidad la UER en el comunicado que anunciaba la sanción. Ah, ¿y la canción 1944 y todos los ejemplos que hemos puesto no lo hicieron? Ya.

Jamala se convirtió en princesa del pueblo, pero la suya será una muy amarga victoria.

La Columna de Alber-Vissión

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